jueves, 10 de septiembre de 2009

Boca Cerrada No Entran Moscas


Sin dudas, si existe alguna facultad la cual no cueste “nada” activarla es la cualidad del habla. “¡Hablas porque el aire es gratis!”, se oye reprochar en situaciones cotidianas no pocas.

Ya sea en reuniones con amigos, en congresos de trabajo, asambleas de consorcio o simplemente descargándose contra el personal en la fila de un banco, todo momento parece ser propicio para que la lengua tenga su “guión teatral”.

A veces, ante la incertidumbre de cómo comenzar la conversación, de cómo “romper el hielo”, se atina a blasfemar a otras personas o contar “novedades” acerca de quién o cuál se peleó con quién, o bien, quién produjo el papelón del siglo al vestirse de manera extravagante en la fiesta del domingo anterior. Quién dice y tal vez, se logre el título del “novedoso”, que tiene las noticias como “pan caliente”, que por fin será escuchado y se lo validará como sujeto, como “persona importante”.

Finalmente todas son excusas de un único mal: las malas lenguas.

No solamente existe una prohibición explícita de la Torá la cual condena a aquella persona que difama a otra, sino que también existen otros “detalles” no menores, los cuales nos ligan estrechamente con el honor y respeto de nuestro semejante.

Sólo por citar alguno de ellos:

Si un amigo se aproximó hacia mí y me contó que en unos días tendrá una entrevista laboral, aún sin especificación por parte de él advirtiendo que no lo puedo contar a “nadie” y sin que aquel relato tenga algo de “malo”, está prohibido narrarlo a terceros. Solamente si él me explicitó en forma precisa que “esto sí lo puedes contar”, me está permitido hacerlo. Es decir, si no afirmó claramente que se puede contar, no puedo divulgarlo.

Nuestros sabios nos enseñan que el hablar defectuosamente de otra persona no sólo daña espiritualmente al que lo comenta y al que lo escucha, sino que hasta la misma víctima es perjudicada.

Es más que comprobable que aunque el agresor desmienta fehacientemente delante de sus oyentes que su relato pasado era totalmente mentira y que buscó simplemente difamar a su contrincante (“motzí shem rah”), esas personas ya no miran con los mismos ojos a la pasada víctima. Es sumamente difícil que la reputación interna que poseían de aquel sujeto antes de la difamación, retorne al estado pulcro anterior. Siempre algo queda (¿o acaso es lo mismo una prenda nueva, recién salida de la tienda, que otra también nueva pero con una pequeña mancha y blanqueada por la mejor tintorería?).

Me asombro en demasía cuando alguien me comenta: “te cuento esto pero por favor no lo hagas público. Me advirtieron que no lo divulgue”. Y la pregunta inevitable que les formulo es:”si te prohibieron que lo cuentes, ¿por qué lo cuentas?”.

Quizá piensen que el saberlo solamente una persona más no hará nada, quedará ahí, nadie más lo sabrá. Viene el rey Salmón y nos enseña en el final del capítulo 10 de Kohelet (10:20): “Ni aun en tu pensamiento digas mal del rey, ni en lo secreto de tu cámara digas mal del rico; porque las aves del cielo llevarán la voz, y las que tienen alas harán saber la palabra” (para más detalles ver la historia de Herodes en Talmud Bablí, tratado de “Babá Batrá” 4 A).

¿Piensan que aquella persona obtuvo mi absoluta confianza? Para nada... ¿Quién me asegura que así como quiso atreverse a contar lo de otros, no contará lo mío también? A estas situaciones personales las traduzco como si me hubieran dicho: “no creas que puedes confiar en mí, pues me cuesta mucho guardar un secreto”. Es que al fin y al cabo somos puras relaciones. Somos como nos relacionamos con los otros y con nosotros mismos.

Como estas hay cientos de halajot (leyes) que incumben al cuidado de la palabra. Claro que a través de un artículo no es posible explicitar los innumerables detalles que allí se encuentran. Remito a la magnífica obra del Jafetz Jaim ZZ"L denominada “Shemirat HaLashón” (que también existen traducciones a muchos idiomas).

Como apreciamos, hablar no es gratis. Tiene un precio y que a veces puede ser bastante caro. Pero… ¿por qué existe tanta gravedad en asuntos que respectan al prójimo?, ¿qué tan rigurosa puede ser la ley de la Torá?

Para comprender un poco más, debemos aproximarnos a la composición esencial del individuo.
En hebreo, la traducción literal de “persona” es “adam”. La raíz de esta palabra se puede explicar de dos maneras diferentes:

a) Proviene de la palabra “adamá” (tierra).
b) De la palabra “domé”, que significa “parecido” (a su Creador, Di-s).

De la primera explicación podemos trazar un paralelo entre la tierra y el hombre, ya que la primera puede ser un terreno fértil para que se reproduzca cualquier especie cítrica o vegetal. Todo depende de cómo fue preparada la tierra.

La persona es igual. El terreno está, es decir, la persona existe, vive, respira, pero para que las virtudes y cualidades “crezcan” de manera “fértil”, deberá conocerse la manera adecuada y apropiada para “arar”, “sembrar” y luego “cosechar” los potenciales latentes. Dependiendo de este proceso, dará frutos (o no) nuestra cosecha.

Un sinfín de posibilidades pueden florecer, pero todo basado en la semilla que sembramos.

La segunda explicación nos deriva hacia un versículo inevitable de esquivar cuando abordamos este tema: “Y creó Di-s al hombre a su imagen, a imagen de Di-s lo creó; varón y hembra los creó” (Génesis 1:27).

Cada ser humano posee una Chispa Divina que lo caracteriza. Somos parte de un todo que es Di-s. Cada uno es único e irremplazable y por ende, cada misión difiere totalmente a la de nuestro compañero (tal vez ahora podamos estar más tranquilos con nosotros mismos y no mirar tanto a los demás…)

Una persona que ofende a otra, está atentando directamente contra Di-s (jb”sh). Todos tenemos parte en el Todopoderoso. Cada cual que desprecie a su prójimo, su actuar es traducido como una falta sumamente grave, ya que atenta contra la Chispa Divina que cada uno posee en su interior. Un componente esencial y sumamente espiritual.

Volviendo a nuestro tema…

Quizá la dificultad provenga en que el habla no es algo que cueste accionarla (aun teniendo “barreras antifiltros” como los dientes y los labios…) Tampoco se palpa y a simple vista no hay que pagar mucho por ella. No existe una concientización social que objete que su mala manipulación se considera “algo” o que sea “perjudicial para la salud” -¿y para el alma?- (¿o acaso se ve con los mismos ojos a un individuo que ingirió alimentos no Kasher con otro que blasfemó a su prójimo?).

Pero no todo lo que no se palpa no existe. En el mundo no vive sólo lo palpable. Hashem no es visible (“físicamente”), pero de todas maneras sabemos que está junto a nosotros en cada paso que efectuamos.

A muchas personas que se preguntan “¿en dónde está Di-s? ¡No se ve!”, podemos interrogarlos a modo comparativo y salvando obviamente las grandes distancias: “¿en dónde están las ondas sonoras de la radio o la T.V.? Y si es que no existen, ¿cómo es que escuchas tu programa favorito todos los jueves por la noche? No las ves, pero existen, se encuentran en el ambiente… sólo aquel que tiene predisposición a captarlo puede saber que existe.

El tan afamado rabino Amnon Itzjak responde en sus conferencias a esta pregunta de manera similar: ustedes quieren saber en dónde está Hashem y que se los demuestre, ya que alegan creer solamente en lo visible a los ojos. Con ese concepto ustedes no tienen inteligencia, pues tampoco la pueden ni ver ni palpar. ¡Demuéstramela!

Resulta paradójico observar cómo existen tantas personas que cuidan los preceptos del Kashrut de manera excepcional. Cada alimento que entre a sus bocas deberá ser supervisado por el máximo de los rabinos del continente. ¿Pero qué sucede con lo que sale de la boca? ¿También lleva la misma “supervisión”?

Tal vez nos falta un poco más de empatía. Un poco más de ponernos en el lugar del otro para ver qué se siente cuando terceros cuentan nuestra vida íntima, nuestra privacidad. Sin dudas, hoy día no existe un límite claro entre lo privado y lo público. Nada puede dejarse de saber. Ya todos sabemos todo y antes que todo suceda. Pareciera que existiera una obligación de saberlo todo (¿influencias de los medios de comunicación?).

Darse el lujo de “bajar” a otros individuos comentando sus falencias, puede que apacigüe el hecho del tan difícil anhelo de llegar a una categoría privilegiada, sublime. Como diciendo: “¿no observas que nadie es perfecto? Aquel que pensabas que era tan bueno y recto, ¡mira lo que me acabo de enterar! No soy yo solo en este inmenso océano. Todo no es como parece…”, desanimándose y desanimando con picos y palas una meta privilegiada (aunque costosa).

Y con sermones e invitaciones reflexivas filosóficas se descentra lo esencial: uno mismo. Si existe algo allí afuera que me produce molestias, ¿no será que tengo que investigar detalladamente qué anda pasando aquí dentro? ¿”Y por casa cómo andamos”?, dirían muchos (¿mecanismo de defensa propuesto por Freud llamado “Proyección”? Que dicho sea de paso, miles de años antes los Emoraitas nos lo enseñaron en el Talmud en el tratado de “Kidushin” 70 b diciendo que: “Kol haPosel – beMumó posel”, es decir, todo el que descalifica, lo hace desde su propio defecto.)

Había una rab que cuando comenzaba el recitado de la Amidá (fragmento del rezo) lloraba. “En el principio de la Amidá suplicamos: “Di-s, Abre mis labios y mi boca pronunciará Tus alabanzas”, ¿y a quién le pedimos permiso para abrir nuestros labios pronunciando injurias hacia nuestro compañero? Por eso es que lloro”, argumentaba el erudito.

La importancia de lo que hablamos es tan fundamental que los sabios se vieron obligados a incluir un rezo especial (“Elokai, netzor leshoní merah…”) antes de culminar la “Amidá” (fragmento más sublime del rezo). En él rogamos a Di-s que nos cuide de hablar cualquier tipo de mal, ya sea engaños, blasfemias, etc. Para que tengamos noción de la trascendencia de esta plegaria (“Amidá”), cuando los eruditos en el Talmud quieren referirse al rezo en sí, no lo llaman “rezo”, sino “Amidá”.

Cuando el brujo Bilham se encontraba montado en su burra marchando en camino para maldecir al Pueblo de Israel (pese a las advertencias de Hashem de que no lo hiciera), Di-s le envió un ángel que bloqueó el paso del animal. Sin poder contener su frustración e ira y sin entender el proceder de su fiera, Bilham le pegaba a la burra cada vez que se paraba.

Milagrosamente, la burra comenzó a hablarle, preguntándole por qué le estaba pegando. En este momento Di-s dejó que Bilham se diera cuenta que había un ángel que le impedía el paso.

Finalmente Hashem decidió dejar sin vida a la burra, con la que había ocurrido tan significante milagro. El famoso exégeta Rashí nos enseña que el motivo de tal fin fue para que no llegara la oportunidad en la que el animal circule por el mercado (“shuk”) y los pasantes aclamen: “¡miren, allí va la burra que reprochó al brujo Bilham!” (Bamidbar 22:33), y éste último resulte avergonzado.

Una actitud Divina que da mucho para pensar. Analicemos…

Si el animal hubiese quedado en vida, sería una magnífica prueba de “Kidush Hashem” (santificación del nombre de Di-s). Los transeúntes al verla pasar, exclamarían: “¡qué enormes son tus obras, Di-s!”, alabando la cualidad del habla que otorgó Hashem a un animal. ¡Hecho único en la historia! ¡Tal vez habría más retornantes al judaísmo luego de observar una pieza tan valiosa para el monoteísmo! Pero no…

Di-s prefirió arriesgar Su Propio Honor, en aras de que la honra de otra persona, aún tratándose de un malvado, no sea deteriorada.

Más nos asombraremos al investigar el grado de perversidad de Bilham. Hasta tal punto que el Talmud en el tratado de Sanedrín (90A) nos enseña que él es una de las cuatro personas “simples” (“ediotot”) en toda la historia que no tienen Mundo Venidero.

Aprendemos de aquí cuán grande es la honra de cualquier ser humano. Aun tratándose de un malvado entre los malvados, no por ello pierde la calidad de persona que merece como sujeto (Rab Jaim Smulevich ZZ”L, en el libro “Sijot Musar”, capítulo 79).

¡Cuánto más y más debemos preocuparnos por la dignidad de nuestro semejante! Seguramente las personas con las cuales nos relacionamos cotidianamente no llegan a los abismos lastimosos a los que sí llegó este personaje. ¿Y por qué no cuidar su nobleza también? ¿Por qué entonces no “sacrificar” (tal como Hashem lo hizo con la burra) muchas “broncas”, “celos” o la categoría de “saberlas todas”, que podrían resultar ampliamente dañinas para nuestro compañero?

Tal como nos enseña el rey Salomón en Proverbios (18:21): “La muerte y la vida están en poder de la lengua, y el que la ama comerá de sus frutos.” Siempre existen las dos caras de la moneda. Las dos maneras de ver las cosas. Las dos formas de comportarse. Y si el tema del habla es el propuesto, bien sabemos las interminables Mitzvot (preceptos) que con ella podemos realizar: bendiciones de tipo diverso, saludar al prójimo, estudio de Torá, rezar, respetar a los padres, dar ánimo al pobre, reprochar (de manera delicada) al compañero… y la lista puede continuar…

Y claro, contrariamente y con la misma facultad, el habla también puede destruir hogares, parejas, amistades y hasta distanciar familias enteras por muchos años (si no es por la eternidad…)

Toda persona que desee modificar algo en su conducta y no sabe con qué comenzar, nada mejor que entrenarse en este asunto. Sabiendo que el individuo habla aproximadamente doscientas palabras por minuto (así lo estimó el Jafetz Jaim ZZ”L), no es nada estimulante calcular el número de prohibiciones por las cuales se pasaría tan sólo con cinco minutos de café, un puñado de amigos y unas pocas masas.

Recordemos los que una vez mencionamos en nombre del Rab Shlomo Wolbe Z”L: de las pequeñas cosas podemos tener beneficios múltiples y asombrosos.
Un medicamento puede tener un tamaño muy pequeño, pero puede bastar para curar enfermedades terminales. Así también, una simple pastilla venenosa de no más de 5 gramos puede terminar con una vida (“Alé Shur”, tomo 2).

Simples, pequeños y diminutos accionares pueden terminar con muchos males. Sean sociales, psicológicos o comunitarios. Tan sólo valorando a quién se encuentre a nuestro lado, podremos respetarlo en tiempo y forma. Aprendamos a observar nuestro entorno. A otorgarle valor a lo que realmente vale. Y, por sobre todo, aprendamos a no dejar cabida para que entren las moscas…

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