jueves, 6 de agosto de 2009

En Busca De La Gran Verdad

Meshulam era un joven especial, un ejemplo a imitar, aplicado, predispuesto a ayudar a quien necesitase ayuda y, por sobre todo, sus cualidades se destacaban por sus compañeros. Gracias a ello ganó ese mote otorgado por su familia: “la flor de la casa”. Una casa como cualquier otra casa de su barrio, una familia como cualquier otra familia, que respetaba los preceptor de nuestra Torá y ello constituía la base de su formación.

Meshulam fue el centro de todas las preocupaciones. Había más chicos, pero él, por su condición de menor, era distinto. Esa predilección aumentó luego de la repentina muerte de su madre.

Criado por un padre atareado por buscar el sustento de la casa, pero que a pesar de esa necesidad material estaba permanentemente pensando en sus hijos, especialmente al menor, ya que en su rostro estaba guardad la imagen de su madre.

Pero la soledad puede conducir a situaciones insospechadas, sin importar quien sea. La mente se deja “arrastrar” por conceptos distintos. Más aun para un joven que nada sabía del mundo moderno que tanto atrae. Sueños de conocer, de buscar nuevas experiencias, incluso dejando lo conocido sabiendo que ello es algo saludable tanto para su cuerpo como para su alma. Pero lo desconocido tiene un gusto distinto…

En la soledad de la noche, reflejo de su propia melancolía, Meshulam decidió comunicar a su padre esa determinación que tanto tiempo rondaba en su mente: viajar a la India en busca de su identidad; viaje irrevocable…

Más tarde, su padre llegó a la casa. Una sonrisa se dibujó en su cansado rostro, su querido hijo lo esperaba, algo inusual pero allí estaba, quizás un mal sueño lo había desvelado pero lo importante era que se encontraba.
Se sentaron a conversar por pedido de Meshulam, y aunque al padre ello le resultó extraño, accedió a escucharlo. Prontamente la conversación tomó otro tinte, transformándose en un monólogo. El padre no encontraba palabras para contestar el planteo de su hijo. Estaba azorado. Luego de contar su proyecto, Meshulam le informó que el pasaje era sin fecha de regreso… ¡quizá después de dos o tres años retornaría con su verdad a cuestas! Su papá únicamente atinó a balbucear que siempre tenga presente a su madre y el dolor que su acción le causaría si estuviese viva.

Día a día el padre le insistía para que desistiese de su plan, pero la fecha llegó y todo seguía igual. Hasta en la escalera de embarque el padre trató de disuadirlo, pero el avión despegó arrancando a la “flor” del rosal.
Instantes antes de su partida, Meshulam informó a su amado padre que él no tenía nada que ver con su concepción de vida, entonces… ¿para qué fingir? Y con lágrimas en los ojos le solicitaba su perdón… pero el padre se negó a concedérselo.

La partida fue trágica pero dentro del grito silencioso que se provocó al cruzarse sus miradas, cada uno tenía la esperanza que el tiempo y la distancia hagan su tarea. Por un lado, Meshulam esperaba que su papá lo perdonase y entendiera su punto de vista, y por el otro, el padre soñaba con que su hijo descubriese su error y regresara pronto a su hogar.

Pasaron tres años, breves a los ojos de Meshulam, quien todavía no había encontrado esa verdad que tanto buscaba. Pero los sentimientos y recuerdos pudieron más que esa afanosa búsqueda, lo que lo propulsó a contactarse con su casa… pero no había respuesta. Sus llamadas no eran recibidas.

Unos cuantos años meses más tarde, en esa tierra lejana, descubrió lo pequeño que es el mundo. Un amigo de la infancia, más precisamente de su escuela, estaba allí. ¿Para qué?, ¡quién sabe! Lo importante era que esa persona podría darle los datos que él tanto deseaba: saber de su familia.

Desesperado, Meshulam preguntó por sus padres. Su interlocutor le informó algo que estaba fuera de lo que el joven esperaba escuchar. Con palabras casi inaudibles, su amigo le comunicó: “medio año después de tu partida, tu padre sufrió un ataque cardíaco. Encontró la muerte de forma inesperada”. Meshulam se vio a sí mismo como el verdadero culpable. La noticia remordía su conciencia y, con el corazón quebrantado, decidió que algo debía hacer. Su yo interior le indicó el camino a transitar…
Regresar, allí, a Israel, en donde el “Kotel Hamaaraví” (Muro de los Lamentos) lo “llamaba”.

Se encontraba parado frente al Kotel (muro) pero no sabía cómo había llegado. Sus labios suplicaban y pedían que su padre, desde el cielo, lo perdonase…
Pero su mente no tenía parte en ese pedido, todo partía de su alma. Sus manos, apoyadas en las piedras que fueron parte de la muralla externa del Santuario, permitían que su cabeza se apoyara sin dejar que las lágrimas sean descubiertas por quienes estaban a su alrededor. Lloró por su pasado, pero por sobre todo, por su presente.
En esos minutos que parecían eternos, Meshulam estuvo en esa posición hasta que no tenía lágrimas con que llorar. Únicamente esa reacción física de aflicción partía de su ser.

Un desconocido se acercó y le aconsejó escribir una líneas volcando sus sentimientos, para luego sí, depositarlo entre las piedras del muro, ascendiendo el mensaje directamente hacia al Trono Celestial; tal vez de esta manera, Di-s se apiadaría de él.

Las manos de Meshulam temblaban al escribir: “¡Papá! Estoy en el Kotel (muro) para pedirte piedad para con tu hijo. Tú sabes que el instinto del mal me incitó a realizar lo que hice. Te pido perdón a ti, mamá, y te prometo que retornaré a la senda que ustedes querían para mí, en el camino que ustedes transitaron y por el cual, padre mío, falleciste”.

Meshulam dobló el papel tantas veces como pudo, tratando de ubicarlo en un hueco. Pero al hacerlo, éste se cayó. Una y otra vez ocurría este raro episodio. Algo había tras ello y Meshulam sospechó lo peor… pensó para sus adentros: “¡no tengo perdón!”. Frase que se posesionó de su intelecto siendo de tal magnitud que parecía que esas palabras surcaban por todo el mundo.

Mashulam trató de sacar ese pensamiento de su ser y se dispuso a realizar un último intento. Buscar un sitio donde el papel pueda ser depositado sin complicaciones.
Tomó una silla y recorrió de un extraño al otro el Kotel (muro) hasta divisar una rendija que seguramente albergaría su esquela. Así fue. Pero algo extraño sucedió…
Un papel cerca de él cayó al suelo. Sea como fuese había conseguido un propósito y consideró que ese papel sería su primer acto donde demostraría su deseo de cumplir mandamientos… ¡comenzar esa nueva etapa con una acción bondadosa! Pero antes de devolver el papel a su lugar, la curiosidad pudo con él. “¿Importaría algo si leyera esa nota?”.

Comenzó a abrirla y su sorpresa fue tremenda. La letra le era familiar, muy familiar, demasiado… ¡Era la de su padre! No había duda. Recordó lo que decía su madre: “hijo mío, en la vida no hay casualidades sino una gran causalidad… el Creador es quien decide que ocurra cada acontecimiento que sucede”. Temblorosamente, con lágrimas en su rostro, comenzó a leer aquellas líneas. Allí decía: “Di-s, por favor, Ten Piedad de mi Meshulam que viajó hace dos eses olvidando todo su pasado, olvidándose de Ti… pero, Tú Eres Misericordioso. Si lo tuviera en mis brazos le diría que lo perdono sin importar lo que pronuncié en el aeropuerto. Que todo lo experimentado por él le sirva para comprender cuál es el verdadero camino, teniendo el mérito de formar un hogar bajo Tu Protección, con hijos e hijas temerosos de Tu Nombre. Entonces, Hashem… ¡de seguro que Tú lo perdonarás!”.

Meshulam, al concluir de leer aquellas líneas, no podía dejar de llorar. Comprendió que las súplicas de su padre habían sido escuchadas. Descubrió que el rezo de cualquier ser es tomado en cuenta por el Creador, no importa el tiempo, la respuesta de seguro llegará. Y más aun: que todo depende de la propia decisión: él había decidido averiguar por sus padres y una persona, como un ser celestial, se topó con él. No por casualidad sino producto de su deseo.

Aunque la acción de la persona sea mínima e incluso esté precedida por aparentes cualidades, pero todo depende de esa primera decisión. En un instante toda una vida puede variar, sea para bien o, Di-s no quiera, para lo contrario.

De allí en más, la vida de Meshulam cambió. Retornó a lo que era, cerró ese paréntesis de tres años y esa flor marchita volvió a tomar color y aroma, apegándose más a lo que nunca debió haber abandonado: a su verdadera identidad.

Extraído del “Alenu Leshabeaj”

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